rechos reservados
Género: Relato corto
Autor: Daniel Ramos Autó
Me llamo Santiago, tengo 42 años y desde hace casi 7 disfruto de la vida al máximo, a pesar de no tener casa, ni coche, ni dinero; a pesar de no saber donde dormiré mañana ni si tendré un plato de comida en la mesa. No tengo absolutamente nada. Hace ya algún tiempo me despojé del peso y de la esclavitud de todo aquello cuanto me resultaba superfluo y, sin embargo, siento desde entonces que gozo de la mayor riqueza. Poseo la certeza de que voy a morir y, lejos de angustiarme, me siento más vivo que nunca. Estoy ciego a ojos de los que adolecen de profunda ceguera. Con todo, mis ojos aún pueden ver aquello que es hermoso, puro, auténtico. Estoy sordo. Sí, estoy sordo. No obstante, mis oídos aún son capaces de escuchar todo cuanto necesito saber. Algunos dicen que las cosas suceden siempre por algún motivo, que venimos a este mundo a enseñar y a aprender. Otros dicen que la vida se construye en base a un tejido de meras casualidades, que nada está predeterminado y los sucesos son fruto del azar. No sé si alguna de estas teorías es cierta, no hay modo alguno de saberlo, sólo son teorías, lo que es cierto es que en algunos momentos pasan cosas, cosas importantes que suponen un cambio, un giro, un punto de inflexión.
La historia que les voy a contar empezó hace casi 7 años, aunque tengo la sensación de que ha pasado un mundo desde entonces, toda una vida. Yo tenía 35 años y vivía en el barrio de Gracia, en Barcelona. Vivía en un piso de 55m2, situado en la Plaza de la Virreina, herencia de mi abuela. Por entonces trabajaba como secretario judicial en los juzgados de Badalona. Mi trabajo me resultaba profundamente aburrido. De hecho, detestaba mi trabajo, detestaba mi vida, pero era una forma relativamente cómoda de ganarme el pan. Tampoco sentía el empuje y la fuerza necesarias para cambiar todos aquellos aspectos de mi vida que me hacían tan infeliz. Lo cierto es que no conseguía ilusionarme por nada. Mi vida, por tanto, pasó sin pena ni gloria durante muchos años. Mi vida social, en esa etapa, era escasa. Yo era una persona tímida e introvertida. Desconfiaba de la gente sistemáticamente, supongo marcado por la relación que me unió a mis padres. Si ellos me habían fallado, ellos que eran supuestamente aquellos que más me querían, ¿cómo no me iban a fallar los demás?. Ese argumento, sin duda condicionado, me aisló por completo. Me aterrorizaban las personas. Nunca tuve la posibilidad de mantener una relación natural y abierta con nadie. El riesgo era demasiado grande. La sombra del abandono siempre estaba presente, siempre planeaba y ensombrecía cualquier proyecto que, en escasas ocasiones, deseara emprender. En definitiva, yo era un hombre gris y solitario, sin ilusión, sin pasión, con una vida aburrida y triste, y por desgracia demasiado convencional a tenor de lo que podía observar en los demás.
Crecí con una profunda sensación de vacío y desarraigo. Ya desde mi infancia anidó en mí un sentimiento de tristeza y soledad que me acompañó en mi adolescencia y, más tarde, en mi madurez. Mi madre se marchó de casa cuando yo tenía apenas 8 años. Nunca lo entendí, yo tan sólo era un niño. Nunca más volví a saber nada de ella. Ni siquiera tuve la oportunidad, años más tarde, de sentarme frente a ella y conversar sobre lo que sucedió. No creo que esté en disposición de juzgarla, incluso aunque me causara un gran dolor. Supongo que cuando alguien abandona a su propio hijo un buen motivo debe tener. En cualquier caso nunca sabré las razones, ahora poco importa. Mi padre, desde entonces, se encerró en sí mismo y se hundió en una profunda depresión. Nunca existió entre nosotros una gran complicidad de padre e hijo, no existió una comunicación fluida, ni demostraciones abiertas de afecto. Recuerdo que siempre eché de menos a mi padre, a pesar de tenerle cerca. Después de la marcha de mi madre, todo empeoró. Mi padre falleció cuando yo tenía 22 años de una insuficiencia cardiorrespiratoria, aunque yo siempre pensé que murió de tristeza y desolación. Creo que se rindió, dejó de luchar y de creer en la vida. No le culpo, fue su elección, aunque hubiera preferido que consiguiera rehacer su vida.
Mi punto de inflexión llegó una noche de insomnio como tantas. No recuerdo la fecha exacta, sólo que el invierno comenzaba a calar en los huesos otro año más, y que la ansiedad me devoraba con una naturalidad que me empezaba a resultar demasiado familiar. Me levanté alrededor de las 2 de la madrugada cansado de dar vueltas y más vueltas sobre la cama. Me dirigí al salón, me encendí un cigarrillo y me tumbé en el sofá. Estaba realmente agitado. Los pensamientos se sucedían a un ritmo vertiginoso y caótico. Lo cierto, es que pasar noches en vela era algo habitual desde hacía años. Pasaron alrededor de 20 minutos desde que me había levantado cuando irrumpió en mitad de la desolación de otra noche angosta de mi vida una sorprendente melodía que provenía del exterior. Era una melodía tenue, sutil, envolvente, una melodía de saxo. Extrañado, me incorporé y salí al balcón. Hacía mucho frío. Era un noche gélida, las luces en las ventanas eran escasas y la plaza estaba completamente vacía, el ambiente era tranquilo, sosegado. Tan sólo alumbraba la grácil luz de los fanales y esa misteriosa melodía arropadora cuya procedencia no conseguí identificar. Me encendí cigarrillo tras cigarrillo, y escuché esa armonía durante horas. Esa delicada sinfonía, nostálgica e hipnótica, tenía un efecto francamente balsámico. El frío ni siquiera ahuyentó mi ímpetu y mi curiosidad. Es difícil describir qué sentí en ese primer contacto con esa música de enigmática naturaleza. Resulta difícil, casi imposible, describir y concretar con las palabras adecuadas y precisas la intensidad de un sentir tan inmenso y tan profundo. Lo cierto es que me invadió una paz y un sosiego insólitos. Una paz y un sosiego que habían brillado en mi vida por su ausencia. Cuando cesó la melodía volví a entrar en casa algo conmovido, me acomodé en la cama y, tras unos minutos meditativo, caí en un sueño profundo. Al día siguiente tuve la sensación de que algo había empezado a cambiar. Me desperté con un optimismo inédito, con una energía especial, diferente. Por primera vez, ese matiz grisáceo que impregnaba todo cuanto era, empezó a desvanecerse. Esa extraña melodía que brotó de las entrañas de la noche, desgarradora, y que describía con tanta perfección y exactitud mis sentimientos, mis emociones, me hizo pensar que no estaba solo, que algo o alguien, me acompañaba en mi soledad. Recuerdo que ese día no fue un suplicio ir a trabajar. Mi actitud positiva sorprendió a mis compañeros, acostumbrados a verme como un tipo anormal, callado, un tanto triste. Estuve pensativo todo el día, cavilando sobre lo que había sucedido la noche anterior. Todo resultaba un tanto extraño, había sido como un sueño, pero por primera vez, al observarme en los espejos mi rostro no reflejaba una mueca agridulce. Aguardé la llegada de la noche pensando que tal vez ese ritual no volvería a repetirse. Creí que tan sólo había sido una casualidad, un hecho puntual y extraordinario, a pesar de lo misterioso y mágico de ese momento, a pesar de todo lo que había removido en mi interior. Cené y miré un rato la televisión. Más tarde y como cada día me metí en la cama un tanto agitado, absorto en mis pensamientos. Empezaba a coger el sueño cuando, curiosamente y a la misma hora que la noche anterior, volvió a irrumpir en mitad de la plaza esa misteriosa melodía venida de no sé que recóndito lugar. Me levanté de la cama rápidamente y salí al balcón. La plaza estaba desierta y las luces en las ventanas apagadas. Hacía frío, mucho frío. Después de unos minutos pude localizar la procedencia de aquella música. Había un tipo en un rincón de la plaza, junto a las escaleras de la iglesia. Era un tipo un tanto desgarbado, ni alto ni bajo, ni joven ni viejo. Llevaba un abrigo de color gris, antiguo, roído. Unas botas de cuero negras y gastadas. Lucía una barba larga y canosa, tenía el pelo largo y algo alborotado. Parecía un indigente. Y ahí estaba ese hombre emergido de la nada, a pesar del frío, desgranando una vez más mágicas melodías con su saxo. Melodías tiernas, dulces, pacificadoras, melancólicas. Otra vez me invadió una sensación de sosiego casi desconocido para mí. El sentimiento de soledad desapareció nuevamente. Todo parecía encajar. Pasaron horas por lo menos hasta que dejó de tocar. La verdad es que perdí totalmente la noción del tiempo. Metió su saxo en la funda y desapareció calle arriba en la oscuridad, como un espectro.
Ese rito se repitió noche tras noche bajo el mismo patrón durante días, semanas, meses. Nunca osé bajar al encuentro de ese hombre. No hizo falta. Nos limitábamos a acompañarnos mutuamente durante horas mientras la ciudad dormía. La comunicación era más que perfecta y evidente. No precisábamos palabras, esa melodía de saxo y mi silencio, creaban una complicidad y una atmósfera muy poderosa y serena entre nosotros. Creo que día a día nuestro vínculo, nuestra simpatía, nuestra fidelidad recíprocas se iban reforzando. Lo bauticé como el hombre del saxo puesto que desconocía cualquier dato sobre él. Durante esos meses sentí que nacía un nuevo hombre dentro de mí. El dolor, el recelo, comenzaron a disiparse. Empecé a aceptar e integrar ese dolor y ese recelo como una fuente ilimitada de aprendizaje. Me invadió un sentimiento profundo de alegría y de esperanza. Sentí que mi vida podía tomar otro rumbo, que cualquier cosa podía ser posible si me lo proponía. Comencé a creer, y eso, cambiaba las cosas completamente. Esperaba con impaciencia la llegada de las noches, porque esa espera le daba a mi vida un sentido que jamás había tenido.
Una noche, después de meses y meses de liturgia, el hombre del saxo no apareció. Aguardé durante horas en el balcón pero él no vino. Esa noche no pegué ojo. La noche siguiente tampoco acudió, ni la siguiente, ni la otra, ni la otra, y así durante días, semanas, meses. Durante ese tiempo no sucumbió mi esperanza de que volviera, pero no fue así. Noche tras noche salí al balcón a esperar pero fue inútil. Pensé que algo le podría haber pasado. Sin embargo, por momentos, volvió a renacer en mí ese sentimiento de abandono y de soledad. Regresé a la dinámica de días tristes y grises, de tiempo perdido transcurrido sin pena ni gloria, de noches vacías de insomnio y ansiedad. Me derrumbé. Sentí que volvía a quedar atrapado en el mismo laberinto del que sentí haber salido durante meses. Sin embargo, no tardé en reaccionar, y lo hice a tiempo. La semilla que depositó ese hombre en mi espíritu con sus melodías, con su compañía, con su magia, habían arraigado en mis entrañas con una fuerza prodigiosa. Me negué a que todos esos meses, todos los sentimientos, todas las sensaciones, todas las emociones vividas, fueran tan sólo algo pasajero, un paréntesis en mi sufrimiento. Así que por una vez decidí agarrarme a todo lo bueno que podía haber en mi vida y no sólo a la amargura que había gobernado mis días y mis noches, agarrarme a todo aquello que podía hacer en el presente y en el futuro y no sólo a los naufragios del pasado. A partir de ese momento empecé a encadenar una serie de decisiones con respecto a mi vida que cambiarían por completo el rumbo de mi existencia.
Todo sucedió a un ritmo trepidante, pero no dudé ni lo más mínimo. Supe qué tenía que hacer desde el comienzo. Abandoné mi trabajo de un día para otro. No me importó en absoluto. Vendí mi coche y puse en venta mi piso. Me inscribí en una buena escuela de música y empecé a recibir clases de saxo. Durante meses dediqué día y noche a devorar partituras, a perfeccionar mi técnica, a experimentar. Viví por y para la música, por y para el saxo. Pasaba horas y horas escuchando a los grandes saxofonistas de la historia de la música: a Charlie Parker, a Ben Webster, a Sonny Rollins. En unos meses adquirí una destreza digna de los grandes maestros.
Por fin vendí mi casa, y entregué a título anónimo todo el dinero que tenía a una institución benéfica local. Me despojé de todo aquello cuanto poseía transformándome en otro indigente más, e inmediatamente después afloró un sentimiento de libertad infinito. Pasé días y días vagando por las calles, durmiendo a la intemperie y con escaso equipaje, mi saxo, una bolsa con algo de ropa y unas pocas monedas.
Una noche volví a la plaza de la Virreina, al que durante muchos años había sido mi hogar. Volví aproximadamente a la hora en que solía aparecer el hombre del saxo. Me dispuse en el mismo rincón desde el cual él impregnaba por entero las noches con sus melodías. De nuevo la plaza estaba desierta. Hacía frío. Había pasado un año desde la primera aparición de ese enigmático personaje. Reinaba una serenidad pasmosa en el ambiente. Desenfundé mi saxo y empecé a tocar, primero con timidez, más tarde con mayor descaro. Pasé horas tocando, diluido por completo en la música. Resistí al frío porque tenía la certeza de que me acompañaban un poder y una fuerza capaces de vencer cualquier obstáculo. Esa noche no apareció nadie. Toqué en la más absoluta soledad, y con todo, nunca me había sentido tan arropado. Repetí noche tras noche, puntual, disciplinado, a la misma hora y en el mismo lugar, hasta que por fin, al cabo de unos días, una luz apareció tras una ventana. Tras unos minutos una silueta apareció afuera, asomando en el balcón del mismo piso donde yo viví tantos años. Era una chica, una chica de apariencia joven. Se sentó sigilosamente en una silla y aguardó escuchándome durante horas. La noche siguiente sucedió lo mismo, y así, una noche detrás de otra durante días y semanas. Emergió entre nosotros una atmósfera íntima, envolvente, maravillosa. No existía nada ni nadie, salvo nosotros dos y la magia de esos instantes. Consciente de la grandeza de ese sentimiento de cercanía, de connivencia, de humanidad, esbocé una sonrisa. Una sonrisa caudalosa, inabarcable. En ese preciso instante me di cuenta de que el círculo tan sólo acababa de comenzar.
Daniel, un relato muy profundo, impactante, me ha gustado mucho.
ResponderEliminarUn abrazo fraternal.
Carmelita.
Gracias 'La Bicha' por tu tiempo y tu comentario. Un abrazo
EliminarDani, m´agradat molt aquest relat.M´ha transportat totalment dins l´escena descrita. Felicitats. Un petonet.Neus.
ResponderEliminarGràcies Neus per dedicar-li temps al meu relat. m'alegro que t'hagi agradat. Abraçada
EliminarHe leído varias veces este relato, por demás existencial y cada vez me hace sentir de modos diferentes, lejos unas, cerca otras, qué hermoso. Saludos cordiales.
ResponderEliminarGracias María por tomerte el timepo de leer y comentar. Me alegro de que este relato te mueva cosas dentro. Abrazos
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